domingo, 17 de septiembre de 2017

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Verano 1993: La niña que no lloraba

“Verano 1993”
Título original: “Estiu 1993”
Directora: Carla Simón
España
2017

Sinopsis (Página Oficial):

Frida, una niña de seis años, afronta el primer verano de su vida con su nueva familia adoptiva tras la muerte de su madre.

Crítica Bastarda:

Si el corazón de una mujer es un profundo océano de secretos, la mente de una niña de seis años ha de ser el abismo Challenger o las profundidades abisales jamás divisadas por un ser humano. Tal vez no todo sea tan complejo pero tampoco tan simple, aunque todo dependerá —como siempre— del punto de vista. El rompecabezas que nos propone “Verano 1993” incluso no puede ser recompuesto definitivamente por la propias vivencias autobiográficas de Carla Simón. Desde sus primeros planos, ya nos avanza que jamás podremos atravesar la superficie emocional que rodea a Frida (Laia Artigas). Nuestra función es ser su sombra y permanecer a su lado mientras tratamos, al igual que la cineasta, de ir adentrándonos en su conflicto y aquello que realmente representa. ¿Por qué esa niña es incapaz de llorar con el drama y la tragedia que está viviendo a su alrededor? ¿Cómo hacer frente a la muerte desde la infancia si ya resulta un precipicio existencial para un adulto? Como si fuera un cuento, Frida abandona la ciudad e incluso a sus abuelos para ser acogida por sus tíos y su prima en un nuevo entorno en pleno verano. No falta ni bosque ni un desconocido mundo repleto de descubrimientos. Pero Frida, sin embargo, sigue siendo esa niña que no puede llorar, atrapada en una barrera que le impide exteriorizar o verbalizar sus sentimientos. He ahí el sentido de la incomprensión hacia lo desconocido. Nuestra protagonista parece quedar ajena de la historia que se está narrando a su alrededor. Se trata de su propio pasado y existencia en boca de otros; de su trauma expuesto y fragmentado por esas personas que comparten un entorno idílico que el tiempo, poco a poco, hará llegar a su fin. Simón utiliza la analogía de unas vacaciones, condenadas a desvanecerse, para sutilmente ir desarrollando esa herida latente en la psique de su heroína. Se trata, además, de un diálogo entre la directora y los ecos de su pasado; como si a través de la ficción pudiera hallar esos resquicios de su propia realidad esquiva y consumada. En el fondo, se establece un encuentro de la autora consigo misma a través de los mecanismos fílmicos: Frida y Carla Simón desean regenerarse a través de las imágenes.


“Verano 1993” no solamente es un filme representativo de una infancia rota —que ha de recomponerse— sino que, asimismo, establece en el tiempo y las vivencias de Frida una vía para restaurar esa pérdida de sentimientos que han quedado contenidos por la pérdida de sus padres. El reflejo de su madre ausente también es articulado por breves incisos de la protagonista. Podemos entender ese juego infantil de roles, con ciertas dosis de maquillaje, como parte de esas pistas que Carla Simón va dando a la audiencia sobre los motivos del trauma de una niña incapaz de manifestar su infinito dolor interior. Muchas veces los juegos de niños esconden un foco oscuro de su inocencia y vemos como algo infantil aquello que realmente ocultan y simbolizan por encima de tiritas y heridas. En la primera secuencia de la película un «estás muerta» podría sintetizar los intentos de volver de la muerte ‘emocional’ de Frida a una vida condensada en un llanto. Hay que nacer de nuevo y todo nacimiento es doloroso, pero el problema de esta niña es que no exterioriza su dolor. Nada parece perturbarla pero, por el contrario, en su fragilidad detectamos una herida interior abierta. Ese viaje desde la muerte parece presente en reiterados aspectos formales de la cinta en la que la protagonista verá desde la matanza de una cabra a un animal ‘despedazado’ en una carnicería. La noción expuesta de la muerte desea contraponerse a la inocente mirada de Frida, que trata de buscar las respuestas que necesita en ese nuevo mundo. Nuestra heroína, por ejemplo, utiliza las creencias religiosas de su abuela para conectar con su difunta madre a través de una estatua de la Virgen María. Sin embargo, la propia realidad desengaña a la niña de una respuesta que no llegará por una vía ‘milagrosa’ o extracorpórea. Ella, al fin y al cabo, es el único ser con la capacidad de hallar una solución. Aunque solamente es una niña… que ni siquiera sabe si está enferma con el mismo mal que se llevó a su madre.


La superación del conflicto de Frida también construye nuestra aventura para ir recomponiendo, en paralelo, un rompecabezas que no pretende ser revelador sino tan previsible como nuestros propios recuerdos y los de otros. Si bien se mira, la historia que en la cinta se propone conforma un amplio espectro de otros casos reales y experiencias con las que pueda conectar el espectador. Tal vez los grandes dramas de la sociedad sean tan universales que podamos entender cómo una niña puede sufrir el desprecio o la incomprensión ante la propia ‘herencia’ y enfermedad de su madre. Precisamente su legado y testamento lleva a Frida a ese nuevo hábitat como parte de su sanación. Quizás su madre, en su agónico adiós, tuviera en mente que su hija podría sobrevivir fuera de esa ciudad que acabó siendo parte de su sepultura. Y la película de Simón trata sobre escapar pero, no obstante, también sobre asimilar el lugar en el mundo que ocupamos todos. A través de la naturalidad visual y la agudeza narrativa, “Verano 1993” desea que seamos testigos de los intentos de esa niña por encajar en un nuevo entorno. Temerosa de esos animales que ahora pululan a su alrededor, Frida es incapaz de diferenciar una lechuga de una col en ese nuevo orden que define su actual vida. A pesar de sus esfuerzos, sigue sin conectar con esa nueva familia a la que trata de aferrarse. Esa secuencia, además, puede ser interpretada desde la imagen de ver a una niña con un cuchillo sin un adulto cerca. Frida tiene ciertos comportamientos autodestructivos e inclusive habla sin tapujos del suicidio pero, sin embargo, aquello que desea es conocer todos los detalles alrededor de la muerte de su madre y entender qué espacio emocional queda de ahora en adelante. La razón es que la niña que es incapaz de llorar simplemente busca algo tan simple y complicado como el amor (maternal). 


Carla Simón condiciona su narración tanto a un juego de réplicas como a las necesidades afectivas de Frida. Al mismo tiempo, la autora desea equilibrar el concepto formal a esos pasajes en los que la protagonista realiza actos que muchas veces no comprendemos o nacen de esa psique autodestructiva y egoísta con las personas que están en su proximidad. Los niños no actúan con una maldad inherente sino que se dejan guiar por su propia naturaleza. Y Frida tiene que crecer rápido y ser consciente de los actos que origina a su alrededor. La mente de un niño sigue siendo esa profundidad abisal repleta de misterios y, simplemente, podemos comprender “Verano 1993” desde la intuición o algunos elementos dramáticos alrededor de Frida. En cierto modo, esa niña que no llora ha establecido un extraño diálogo con la muerte y la oscuridad. La secuencia introductoria en la que baja sus brazos y queda hipnotizada por unos fuegos artificiales no deja de remarcar esa lucha interior entre la luz y la penumbra que todavía no es capaz de comprender. Y Frida va a tener que plantearse si adentrarse en la noche más oscura, con algunas luces ‘artificiales’ en la carretera, tienen algún sentido que no sea su autodestrucción en una huida sin retorno. La protagonista, finalmente, queda condicionada por pequeños detalles y anécdotas que van permitiendo florecer una respuesta a sus anhelos. Esos escuetos detalles de una vida y un verano permiten alcanzar a Simón una complicidad existencial de Frida con su nueva familia y el mundo alrededor en una viaje a la (auto)aceptación. “Verano 1993” se aleja de la artificialidad del sentimentalismo y resulta esquiva en las explicaciones acrecentando ese estremecimiento en los propios tabús sociales. Como si muchas veces se tratara de un documental, con pequeños insertos de ficción, la directora va rellenos esos vacíos alrededor del conflicto de su heroína para reconstruir una familia que dote de significado y sentimiento las respuestas que necesitaba. Ya no hay lugar para ocultar la verdad sino para aprender de la misma. Ningún camino es fácil ni luminoso, parece decirnos Simón, pero también que el dolor es una necesidad congénita al ser humano. Y ese dolor no puede quedar dentro de nosotros sino que debemos buscar una vía para verbalizarlo. Irónicamente la película nos plantea una doble lectura sobre el llanto final. ¿Se llora de pena (evocando esos sentimientos encapsulados) o, en realidad, se llora de alegría (ante la recomposición familiar)? Quizás, incluso superado el conflicto de la protagonista, seamos incapaces de entender aquello que habita en el interior de Frida. 

Apunte bastardo: Cadena de oración para Santa Anna y su pobre minino. 

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2 comentarios:

  1. Aún no he visto esta película, pero la fotografía de una niñita con el brazo enyesado y el tema de la muerte de la madre y la infancia me recordó a "Ponette", de Jacques Doillon (1996).

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  2. Estupenda crítica, como siempre, pero no pienso rezar por el gato.

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